martes, 7 de diciembre de 2021

Indetectable

Barbarie.

Rapto anodino de inoperancia emocional. 

Las excusas como escudos endebles que pretenden ocultar las inseguridades de los falsos iluminados. 

Subestimación, cadencia rota de una melodía compuesta para dos, ejecutada por uno. 

El enojo, como plataforma -submarina- en donde se apoyan todos los constructos, como tapa de conductos llenos de deseos frustrados, observaciones agudas y percepciones exactas, como medio para validar los fines y los finales. El enojo, como firmeza en la inestabilidad, como certeza en la incertidumbre, como aliado en el combate que no es. El enojo, como proyector de lo invisible, como testigo del contexto, como alfarero de la historia. 

Portentosa estirpe que se perpetúa (¿para qué?) en trazos lábiles de supuestas verdades.

Lo esencial no es invisible para quien observa las sombras. 

Mirar el abismo es también reconocerse abismo y mirador evocador de emociones ya trascendidas de otros tiempos, de otros traumas.

Los relatos a veces son inexactos al describir sus orígenes. 

Lo que sea que está emergiendo, lo está haciendo desde el sima oscuro de los tiempos simultáneos. Lo que sea que está emergiendo, lo está haciendo en modo indetectado por los radares. Lo que sea que está emergiendo, lo está haciendo de manera contundente y constante, majestuosa y real, sugestiva y denunciante. 

Hela aquí: la traza (¿indetectable?) de las ausencias que son visibles al trasluz de quien mira hacia el abismo.

Cyndi Viscellino Huergo 2021© Todos los derechos reservados

Foto: Dina Belenko

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Yuxtapuesto

Cadencioso pero no eterno, se sienta en cuclillas -si es que acaso esto existe- y fija su mirada en lo invisible. 

A su alrededor, todos quedan perplejos frente a su actitud segura y definida al plantarse ante la nada. 

La Nada. 

("Pobres, no ven.)

- "¡Hipócrita!", gritan, presuntuosos. No, no es necesario el grito desesperado de atención; la muestra de aparente moralidad contrapuesta a lo que ya no tiene condena. 

Y todo para que él no los deje allí solos en su ignorancia. No saben dónde encontrar la papelera de reciclaje de sus mentes. La mayoría de los archivos que creían imprescindibles bien podían convertirse, en un santiamén, en archivos temporarios. 

Al fin de cuentas, nada es tan importante como para no dejar de creer en ello. 

Nada.

Todo lo demás son sofisticados camuflajes, un verdadero ardid aprendido pero no chequeado, para moverse por el mundo.

Se toma el pulso durante un interminable minuto. Su mirada refleja tanto la concentración de quien sabe lo que está observando como la dispersión de quién detecta lo intransferible. Sus ojos grises enfocan en aquello que está haciendo y en la expectante contención de la respiración de los que esperan, demandantes, que él haga.

Hipnotizado por la imagen que nadie más que él ve, se pone de pie, ignorándolos. Lo que se revela en este instante es prístino para quien sabe ver.

Con paso firme y sin detenerse, avanza hacia la pared de concreto hormigón ondulante.

Y desaparece ante la mirada incrédula de los invidentes.

¿Inentendible? ¿Indescifrable? ¿Inconexo?

Sellando el destino de los escépticos, se escucha la grave voz envolvente decir: 

                                                       "No hay peor ciego que el que no quiere ver".

Cyndi Viscellino Huergo 2020© Todos los derechos reservados

Arte fotográfico: Flora Borsi (Hungría)

martes, 1 de diciembre de 2020

Every Thing

It was one of those ordinary afternoons on an ordinary Wednesday after one ordinary frugal lunch, when we appeared into the monochromatically whitty-walled bedroom where everything happened. 

The bedroom, his bunker. A single bed always made with a quilt on it, knitted in painstaking shades of grey (his favorite...color?) on the left side wall, under the indiscreet big double pane window forever opened to the attractive void. A woody scent from the secretaire full of papers, fountain pens and memories, made of deep and intense brown oak. Rough carob-tree bookshelves, upholstering the also whitish wall opposite to the door, crammed with books of every kind, shape and origin, even comics and fancines.


Life, on the flamboyant spine of the books. 

And on the greyed-quilted bed, with the evocative scent of roses from my soft skin.  

And nowhere else.


I sat, crossed legs, on the fragrant cedar-made floor. My splashy clothes, my reddy-blond hair and my amethyst wet lips painting the room. He used to stare at me and whisper with a suspicious voice: “you are a Bansky’s street art”; never knowing if he was also referring to the subversive place I took in his chromophobic room. I glanced at him, letting him know I was there, ready for him. As every single day since the beginning.


Bansky's street paint in Moscow

He took his place in the smelling-like-tanned-leather swivel chair. In his hands, the worn out book he discovered in his latest tour to the book bargain sales in the plaza. “JG Ballard - Crash” written in thin white letters on the cover, outside. Characters practicing car-crashed sexual fetishism, inside. Dystopia and utopia, converging. Everybody using everything. 

I was never sure where he enjoyed placing me.

Among everybody or everything?


But I was definitely sure of one thing: that day was not going to be like the ordinary day it was originally meant to be.


We’ve been dedicating the whole last three early Spring afternoons to submerge into the alienated transgression and eroticism of the author’s twisted mind, with such fascination that we didn’t notice the heavy storm breaking out. I smelled a whiff of wet soil mixed with the smoke coming out from the cup of freshly brewed and tangy coffee in my right hand. Suddenly, a sensuous tickling energy bristled my neck. I never knew how to proceed at this ever astonishing and annoying point of the day. But he always did.


Every single darnned time.


The setting of the gamy wrecked car merged with her, the female character, aroused him. He never denoted annoyance when dread and excitement mixed in an acidic sadistic scene. That should have been a clear pulsating signal for me, but it used to take me an eternal moment to realize what he was made of.


Or how I was made of.


And knocking on wood was not an alternative for me. 

Although I was surrounded by it.


With diffuse interruptions and not knowing how we got to this point, we were on the bed; my skin, oozing a syrupy bouquet over the tangy quilt; my mouth, tasting spicy. The lilting sound of the watery raindrops, plaintively hitting from the falling-down heavy-dark-grey sky, sketched a formless salty drawing on his back. Now, he himself has become an abstract-expressive painting contrasting with my colorful canvas and my seasoned sweat. Everything (including myself?) seemed to be in the right place, at the right time. 


As every single evening of every single Wednesday for the last twenty four months. 


Only this time I sensed my guts howling. 


He looked into my eyes with a freezing glance. Right away, he closed his eyes tight while breathing in my peachy neck. He started muttering something I wasn’t able to distinguish at all.


His gnarled mind, where I was created two years ago, became a blasting chaos, full of chinks, clanks and clinks. My mind, fused with his, turned confused. The storm was babbling in my ears, making me dream of my so-long awaited deliverance from his holographic world where I was thought up to be his toy. I was praying for him to shut out all his thoughts about me, to annihilate my fantastic and impossible appearance, to revoke my existence. 


All of a sudden, a new sports car was figured out in his mind. He transformed me into the main character of that horrifying story and crashed me against his inventiveness. I crackled and ripened and perfumed the air with my essence of fragrant breath, bright colors, and roaring sounds. I became a smoky presence, full of chocolate smells and creamy flavors. I flew through the bedroom, that bedroom, his bunker, and landed at the corner of his wildest dreams of cars, women and crashes. I turned voluptuously bittersweet and evocative and intoxicating. I became flesh and blood and bones. 


I became real. 


By the door, standing up naked in front of him, I sentenced:

“I’m a Bansky’s street art. I’m alive. I’m colorful. I don’t belong here”. 


And I left.

Forever.


Cyndi Viscellino Huergo 2020© Todos los derechos reservados

domingo, 11 de octubre de 2020

Teatro de operaciones

Comienza despojándose lentamente de la armadura que siempre creyó suya. 

Hasta hoy.

¿Cómo no se dio cuenta antes que no se amoldaba a su fisonomía virgen? 

No quiso. No supo. No pudo.


El peso del metal ha dejado marcas irremediables sobre su piel, moldeando su contorno en una forma impropia. Debía ajustarse al supuesto plan original. Aunque tal vez no es tan supuesto; tal vez este es verdaderamente el plan original. El tiempo, aliado imprescindible, ayudó a su cuerpo a adaptarse a un enfrentamiento y un argumento que nunca fueron suyos, como la armadura. Se mira y no se reconoce. No se parece en nada a aquella complexión pequeña a la que le fue colocada la plúmbea coraza, asumiendo de antemano que sería capaz de cargarla con agilidad y eficiencia.

Ese cuerpo alterado, maltratado, con cicatrices profundas -no siempre visibles como tales-, le deja saber la nobleza de haberse ajustado de manera precisa y perfecta a todas las demandas que cada batalla requirió de él. Su desempeño, infalible y disciplinado, le muestra un resultado exitoso en esa guerra improcedente que creyó genuina. 

(¿Hay alguna medalla a este tipo de lealtad? Si la hay, sospecha que es ella quien debe otorgarla...).

"Es una de esas situaciones en las que el premio se vive como un castigo...otra vez", se dice en silencio. 

Del mismo modo en que se ha dicho todo desde el principio.

Los humanos estamos llenos de ambigüedades que sirven para alejarnos de quienes somos.

En medio del impacto de la conciencia, con lágrimas afligidas rodando por sus mejillas, una señal de compasión y agradecimiento asoma en el fondo diáfano de sus pupilas negras. Frente a ella, sobre el acero gastado de la protección que la refleja desnuda, distorsión y torsión se amalgaman para devolverle una imagen sustituta. Sabe que su cuerpo cuenta una historia muy distinta de las que todos creen leer sobre él. (¿Acaso no sucede con todos los lectores de todas las lecturas?). Nadie, salvo ella, sabe de las heridas infligidas, los dolores insufribles -sufrir nunca fue una opción-, los combates encarnizados por su supervivencia, el legado no solicitado pero cargado, los recados y secretos transportados sin visa, la ingenuidad expropiada, las ilusiones destrozadas, la autoestima desestimada.

Si lo supieran, no la mirarían con desprecio y prejuicio. ¡Como si ellos mismos no cargaran, en marca de hierro, con sus íntimas historias sobre su piel!

Debe vestirse, pero no conoce el atuendo que se ajuste a su necesidad de ser libre. Sutil paradoja la de cubrirse para mostrarse. 

Elige no seguir combatiendo, aunque sabe que las batallas pueden ser inevitables.

Hace apenas un instante, mientras sentía el aire fresco del tiempo presente finalmente acariciando su piel, descubre que una batalla puede transformarse en un juego. Amigable, divertido, relajado. La guerrera en ella posee las estrategias, las tácticas y la experiencia, pero aún no sabe cómo aplicarlas en un tablero lúdico en permanente movimiento. 

Por supuesto, se le da mucho más fácil el enfrentamiento, fue excepcionalmente entrenada para ello. Incluso cuando no le preguntaron si quería hacerlo. No tuvo opción. Sorprendida descubre que, en un juego, es ella quien puede elegir si jugar o no, cuándo, dónde, cómo y con quién.  En un juego, las luchas de poder tienen la posibilidad de dejar de serlo. 

Deberá aprender a saberse poderosa sin tener que luchar por ello.

Se yergue frente al improvisado espejo, necesita transformar su imagen de guerrera a jugadora. ¡Esa es la vestimenta que quiere llevar! 

Cada centímetro de su piel comienza a vibrar en la frecuencia de lo posible. Su libertad, albergada en las opciones. El poder y la potencia, en su libertad.

El contacto con la eternidad está a la distancia de un pensamiento, declarado en la yema de sus dedos. Los mismos dedos que van cambiando de forma; le resulta difícil dejar circular la energía de su destino. El conocimiento adquirido nunca le alcanzó para revertirlo. 

(¿Es que acaso no es la irreversibilidad la principal cualidad del destino?)

Ella olvida, con demasiada frecuencia, que su destino es más grande que ella cuando ella está bajo esta forma tangible de finitud. También olvida, con demasiada frecuencia, que su satisfacción es más grande que la forma que su finitud adopta tangiblemente. 

Se aproxima a la armadura de plomo apoyada en el piso, se arrodilla y mira su rostro reflejado en él. Ya no hay lágrimas en sus mejillas, sino una mueca que quiere convertirse en sonrisa. Su mirada proyecta mil mundos simultáneos, con emociones que desbordan el horizonte. No será fácil salir de este cuarto sin el armazón, así que opta por colocarse el peto para proteger su corazón y el aire que respira, mientras se da el tiempo para la conversión.

Por lo demás, confía en que su piel es suficiente para ir al encuentro. Necesita probar nuevas sensaciones sobre ella, esta nueva versión de ella. La que queda al descubierto por primera vez.  

Eventualmente, a su manera, se quitará el peto. Para jugar libremente.

Para siempre. 

Cyndi Viscellino Huergo 2020©Todos los derechos reservados


Óleo: "Imaginary Friend", by Oleg Zhivetin

martes, 6 de octubre de 2020

Idum-77

I’ve been relatively at ease for quite a long time. I used to believe I had an inspiring life, a not so unresentful seething in my guts and quite a few magnificent deals of my own. I wasn’t an inconsequential essence in the macro-dancing scope of existence. 

Until he arrived. 

He bursted in my days as an improbable occurrence, staring not unsurprisingly at every single inch of myself with incredulous eyes. His gaze was not ambiguous, nor innocent or childish. It was clear for me that he wanted to explore my wavy and ridgy shapes in a gingerly way, Sometimes he contrastingly seemed a whimsical little boy, smiling while touching and taking what he thought might be of his personal interest. 

He never realized I was watching him. Closely.

Having him sneakily toddling up and around, I tried to return to some of my projects without focusing on him. He could be so distracting sometimes! Whenever I got immersed in my things, I recovered the perception of birds flying higher, storms changing the perspective and grass turning purple almost everywhere. Yes, that was me experiencing the joy of my easy-going and self-challenging life.

So, please tell me, how could he equalize such a sensation? 

But...there it was. The unquiet sense that bristled my skin the day he decided to pose his gloved hand smoothly on my not rounded place. That same place I would have liked to show to someone who had dared to appreciate it. He tickled my fertile flatty-surface, making me rattle like a new steam train on a narrow gauge. As he sped up, he was not fearful in advancing and trekking silently and thoughtfully upon my hills and valley. Oh Heavens, he hardly was a thunderbolt but he could leave the same impression of a cheetah in my submissive registers. 

I didn’t venture to make him realize how insignificant -yet not unnoticed- his humanity had become for me by that time. Without any expectations, however, after a while of getting used to having him at my sight, his presence began to make my day brighter (who would say it…?).

He was not unexpendable. I must admit, though, I didn’t avoid sending him all kinds of clear signals so he could awake to the notion I had no intent of removing him from my surface. I wanted him around as long as possible. I became fond of him and his presence. I guess he noticed it as I catched him out feeling less uncomfortable with each incursion to my zones. He was a real risk-taker, undoubtedly. I liked that about  him.

It took me by surprise when he disappeared in the same sudden way he had showed up. I felt the sorrow of getting back to my old life, once perfect, without him in it. I felt the void, the nonsense of not being basked again by him. I felt the fire heating up my organic pucker, the same one he provoked upon arrival. 

Sometimes when I look at my sun, I miss him. Sometimes, when I face the shadows, I mourn him with methane rains. Never before and never again have I had a visitor from the distant Earth. Being Idum-77, a deserted planet in the Begordian system, now means I am inhabited forever.

Cyndi Viscellino Huergo 2020©Todos los derechos reservados


martes, 15 de septiembre de 2020

Reality sucks

"One hundred and sixty-nine", she wakes up counting the days, first thing on her mind before even opening her eyes. Her daily routine since the beginning of this nightmare. 

She gets up and switches on the fully automatic coffee maker. It is bright, trendy, silver-plated with some futuristic matt black lines. Her eyes stare at the device; she remembers buying it the day before the improbable yet feasible outcome in which the world turned around. So many months saving money to get this perfect morning mate! It was undoubtedly the best choice for a companion since Bryce died away from her life. And it was, clearly, a whole lot easier to understand. 

It has only two buttons: the classic "on-off" button and another that has to be used "only for resetting", a little round prominence in the rear with an unreadable inscription; the brochure stating it in a bafflingly warning way. She only used it once the very first day, just to try it, when she connected the electric pot. "There is nothing to reset, anyway", she told herself out loud checking its functionality that very first time.

While looking at the grains being crushed and pulverized, smelling the first drops of intense delicious scent falling off the beak, her mind starts to dazzle. Literally. A bright blue light stains everything all of a sudden, startling her and making her waver. 

 ("WTF...?")

 The light disappears as lively as it showed up.

She remembers having that same sensation one hundred and seventy days ago when going to bed that night. The day after, the inapprehensible waited for her and the rest of the planet outside.

Ever since, her life became a humdrum sequence of boredom. Unable to leave her house due to the deadly atmosphere derived from the gigantic meteor that impacted in the middle of the Pacific Ocean, alone and with no friends or acquaintances nearby, she had to get used to keeping on existing, online: buying, making errands, meeting, working, studying, dating, surviving. Unexpectedly fast, she got used to wearing slippers and sports clothes all day long except when some business meetings are scheduled. By the way, those meetings? They are turning into social gatherings where everybody brings up their nervousness, undue personal problems, and apocalyptic terrors on the table without taking care of what she or somebody else may need. Or want. Or wish. 

She still supposes that this catastrophic event would change people, but only a few began to behave more empathetically. Almost six months passed by and mankind still thinks everything is going to get back to normal, whatever that means. 

As for her, she has a terrible rash from time to time in the middle of her chest. She thinks it is due to the meteoritic dust, spread in every corner of every place on earth. Or it may be because of Bryce and his cowardly manner of leaving behind her humanity, not even asking if she was still alive. Days and nights have no other meaning than pursuing an endless loop of nonsense, awaiting for a strange newness to shake her existence in some way. In any way.

The last drop of aromatic coffee sinks in her cup and takes her out of the trance. The coffee machine spits some other unexpected little drops but they are weirdly light blue, not black. A minute later, it makes the distinguishable sound of fulfilling its duty. 

She unfolds her arm, takes the cupful, and smells the hot steamy infusion. Something is not right. She gingerly wets her lips and, while sipping an unflavored coffee, she thinks: "Well, maybe it's time to use that little button at the back, for real." 

She turns the device, touches the surface at the bottom to detect the tiny protuberance. "Was it so hard for the manufacturer to put a clear and legible sign here to show where the button is?", she moans to herself. "Oh, what the hell, I can't find it!" She keeps on caressing the coffee machine with the same attention she used to toy with Bryce. "Finally! Here you are, little bastard". 

Smoothly, she pushes the button. A bold sound thunders the air but...nothing else happens.

One hundred and sixty-nine days. Boring, chaotic, uncertain everyday life. Resigned, she throws away the liquid of her cup in the sink, prepares the machine for a new round and takes a magnifying glass to read the condemned miniaturized letters at the back of the coffee pot.

 They consigned in italics: "Reset only if reality sucks."

 (What the heck...!?)

Cyndi Viscellino Huergo 2020©Todos los derechos reservados



domingo, 23 de agosto de 2020

El hombre de la sonrisa perpetua (II)

Apoltronado en el sillón, cierra los ojos. El confinamiento obligatorio lo encuentra solo en su casa de ladrillos. La gabardina parece haber alcanzado una especie de hábitat perpetuo en el perchero de madera. El reloj de bolsillo, siempre brillante, lo acompaña en su cintura marcando los eternos minutos de la larga espera por salir de esta prisión que lo alberga sin delito cometido. Son las 22.33 hs.

Se reclina, cierra sus ojos con forma de almendra y se dispone a disfrutar de la música que, tenue, suena en su viejo equipo de música. La Sonata Claro de Luna de Debussy lo contacta, sin prevención, con una silueta fantasmagórica que se perfila mágica. 

Es ella. 

Aquel cruce en la estación de tren, hace más de un año y medio, está tatuado a fuego en un fragmento de su mente. En esta soledad impuesta quisiera poder volver a aquel andén, deseando encontrarla.


Ella se sirve una hirviente taza de té, cuidadosamente reposado. El aroma a rosas en él la transportan a los momentos en los que las manos de su madre le acariciaban el rostro con la delicadeza del amor real. Se acomoda en su sillón, el de brazos altos y mullidos, al lado de la mesita de madera refinada. Apoya la taza y se dispone a retomar su lectura. 

No logra concentrarse. De la nada y sin un disparador aparente, se impone en su frente el recuerdo de aquel instante en el andén, hace casi veintidós meses, en el que lo vio con su sonrisa invitante. Nunca más volvió a encontrarlo en ninguna de las sucesivas noches en las que tomaba el tren para regresar a un lugar al que ya no necesitaba ir.

(¿Cómo sortear la brecha del destino?) 

El piano que interpreta a Debussy va in crescendo colmando sus sentidos y tocando en su corazón un bramante desconocido que le estruja el pecho. En su aparición como quien asoma de otro mundo, ella se encuentra de pie frente a él. Su silueta de belleza simple y profunda lo envuelve. Su mirada, seria y fija, lo interpela. Sus latidos -los de él- se aceleran a un ritmo de inquietud expectante y anticipación anhelada.

Ella aleja su mirada de las letras ya borrosas de su libro. Cierra los ojos y la nitidez del recuerdo se agudiza. Aparece la gabardina de ocho botones, abierta; también el reloj, cuyos destellos se imponen como la luz que a ella le estaba faltando. Su silueta longilínea contra la noche sin luna y su mirada dándole la recepción a ese instante se suman a la imagen. Y su sonrisa. Esa sonrisa poderosa que saltó la brecha infranqueable para que, nuevamente y ahora, se redibuje en sus labios -los de ella-. 

En una incomprensible traslación, se encuentra repentinamente parada frente a él, a pocos pasos de un sillón donde lo imagina apoltronado, escuchando música suave. Mira cómo está recostado con sus ojos cerrados, su mirada en otro lugar, fuera de ella -o eso cree-. Se aproxima, etérea, deslizándose a centímetros del piso de madera de roble. Con un movimiento sutil, acerca su mano a él y roza su sonrisa, en una caricia llena de propensión. Su cuerpo -el de ella- vibra en un espasmo de tangibilidad que la aturde.

Lo está sintiendo.

La está sintiendo.

Él abre los ojos repentinamente, mientras su sonrisa connota alegría, recibimiento, llamada y plegaria. En un destello de tiempo, ella, atónita y maravillada, admite esa sonrisa cándida y pícara formada de enigmas y pensamientos, historias y predestinación. Se refleja en ella, asiéndose a la esperanza de cumplir con el sino de este segundo encuentro imposible.

Se miran profundamente. Se sonríen, con la complicidad de quienes no demandan respuestas a preguntas impracticables. Se hablan, sin emitir sonido. Se encuentran.

Ella se inclina sobre él, cierra los ojos y besa su sonrisa, punto de contacto de colisión con lo increíble. 

El Claro de Luna emite su acorde final en el mismo momento en el que él siente la tersura de los labios de su visión sellando el ambicionado encuentro imaginado. En el silencio entre melodías, vuelve a encontrarse solo, su reloj hablando en un tic-tac inapelable. Mira la hora. 

Son las 22:38 hs.

Nuevos cinco minutos de hermosa eternidad. 

Esboza su enésima sonrisa. Ya sabe dónde regresar a encontrarla.

Cyndi Viscellino Huergo 2020©Todos los derechos reservados


martes, 11 de agosto de 2020

Tacere - Silentium est thesaurus occultus o cómo S.H. entró al mundo

S.H. descubrió que era taciturna. 

S.H. también decidió autodenominarse así, como un caso clínico psicoanalítico, no porque se considerara uno (aunque podría) sino porque dar a conocer la correspondencia de sus iniciales con un nombre y apellido generaría más incógnitas que revelaciones. Y después de todo, no venía al caso. 

S.H. era seductora. Profundamente. Pero no blandía el tipo de seducción que suele pensarse al nombrar el término. No era de ese tipo de mujer que entra en una sala e hipnotiza a todos. No. S.H. era poseedora de un tipo de seducción sutil, casi imperceptible, disfrazada de otras cosas, que se filtraba lentamente por hendijas desconocidas. Para cuando las personas se encontraban presas de su hechizo había pasado un tiempo considerable. No hablo de minutos u horas, a veces se necesitaban días o meses para dar cuenta de cuán atrapados en sus redes estaban. Para ese momento, la evidencia de este hecho generaba una sensación de sorpresa, susto y mayor atracción. La conmoción respondía, principalmente, a no saber en qué momento habían empezado a caer en ese embrujo profundo, absorbente, imprescindible.

Algunas pocas personas, sin embargo, percibían de inmediato aquello que subyacía y S.H. reconocía en en ellas dos tipos de reacciones; algunas huían como si hubiesen visto al demonio en persona, amedrentados, creyendo (diciendo) no poder con lo que veían mientras otras, más valientes, decidían enredarse en un cierto juego de poder desafiando la potestad intrínseca de S.H. En estos retos, ella tenía claro que nadie salía ganando pero a veces participaba igual, para sentir que estaba viva y no sobreviviendo. Existir se hacía difícil cuando las únicas dos alternativas eran rechazarla o desafiarla, parámetros que indicaban que las otras personas estaban más enfocadas en sus propios intereses que en ella. 

S.H. reconocía en sí misma otras cualidades que no estaban tan bien vistas en aquel entonces. Era una mujer independiente, de sexualidad fuerte e intensa ejercida con disfrute, placer, deseo, ganas de aprender y experimentar cada vez que su compañero de turno (aquel que había elegido la opción de desafiarla, claro) se atrevía a mostrar lo necesario para ser confiable. Firme en sus convicciones, exigente del mismo grado de respeto e independencia que ejercía y valoraba, S.H. era altamente sensible e intuitiva, directa, intrépida, precisa y contundente. Mujer de pocas pero elocuentes palabras, también era capaz de mostrarse fría y calculadora, pudiendo dejar a más de uno de una pieza cuando, sin prefacios ni avisos, transformaba su sensual interés en la más absoluta indiferencia. Rotunda, podía girar sobre sus talones y mandarse a mudar del modo más sigiloso e inadvertido. Aquel que había iniciado la competencia se hallaba de pronto solo, buscando por todos lados qué había sido de su seductora rival de juego. Su candor estaba más cerca de la sinceridad que de la inocencia, sin dudas. 

La mirada de S.H. podía ver amplio y lejos, aún cuando pareciera no estar prestando atención. Pocas veces se le escapaban las cosas, incluso cuando deseaba que así hubiese sido. Era una cazadora avezada y furtiva. Ella podía descubrir secretos inconfesos simplemente con mirar fijo a los ojos, o incluso cerrándolos. Recordaba los momentos en los que apretaba fuerte los párpados solamente para que aparecieran las imágenes de lo oculto en la oscuridad de su no-visión. 

Como una ninfa que se transforma en gorgona, S.H. sufría el castigo de ser fascinada por lo inasible. Ya fuera un hombre o una gesta, la elegía la alcanzaba cuando tanto uno como la otra se mostraban seducidos por los motivos incorrectos. Pero ella no se daba por vencida. Incluso saboreaba los imposibles. 

S.H. descubrió que no dimensionaba apropiadamente el impacto que ella causaba a otros. Cuando lo hacía, un dolor en el pecho le indicaba que no era tan amable como creía. O, mejor dicho, que sí lo era, pero que el costo a pagar por su desaparición o su insistencia era muy alto no sólo para ella. Creía tener todos los ases bajo la manga, hasta que alguien hacía poker de ases o la denunciaba como tramposa, señalando su muñeca.

S.H. aprendió a camuflarse, a disimular sus cualidades, a pasar inadvertida. Aprendió a disfrazarse de mujer no-rival, no femme-fatal, garantizada. Aprendió que le iría mejor si no iba por allí denunciando lo que veía con su simple presencia exultante de convicciones y libertades avant garde. Ella cedió, demasiado pronto, al estigma de lo instalado, a la estructura del aburrimiento y la chatura, a la mediocridad de su sociedad plagada de secretos, hipocresías, farsas y mojigaterías. Dejó de ser la mujer que era, pero sólo por fuera. Ahora, como nunca antes, debía confiar en cruzarse con aquellos que percibían lo tenuamente escondido y que optaran por desafiarla. Convenía encontrarse con un excavador de tesoros, un aventurero osado que anhelase encontrar lo inexpugnable.

De repente, S.H. se dio cuenta que sus siglas eran la onomatopeya de una orden: la de hacer silencio. Fiel al peso de lo heredado, comenzó a transformarse en la mujer que acata la orden, irónicamente, sin chistar.

S.H. se miró en el espejo. En el fondo de su mirada, invulnerada, le devolvió la mirada una mujer profundamente seductora. Le guiñó el ojo y, con media sonrisa, le susurró al oído: "Rompamos las cadenas". Con miedo, S.H. eligió desafiarla.

S.H. descubrió que era taciturna, que sus iniciales eran la onomatopeya del silencio y que el silencio guardaba su oculto tesoro.

Y supuso que Freud, a esta altura, estaba haciéndose un festín. 

Cyndi Viscellino Huergo ©Todos los derechos reservados

Imagen: "Las lágrimas de Freya", de Gustav Klimt.


martes, 25 de junio de 2019

A quien le quepa el sayo

Te intuyo, exhausto, en la silla de caoba. La misma silla que nos cobijó al unirnos de manera profusa, inquieta, torpe y volátil. Tus ojos están entrecerrados, llevándote a un mundo inútil de vestigios egocéntricos. La película que pasa ante ellos es la más absurda de las comedias trágicas.

Estás perturbadoramente presente en las napas salinas de mi mente. No logro entender tu encanto. La simplicidad no es tu característica prístina y tu complejidad es una cáscara quebradiza de hipocresía. Vestirte como un hombre común no disfraza tu contorno bizarro, plagado de mentiras facetadas. Brillan tanto -tus mentiras- que el destello enceguece de aversión hasta al taimado más hábil.

Ser un títere en tu propia historia no te convierte en el protagonista. Ni en un personaje secundario. Ni siquiera las manos que mueven los hilos guardan armonía o proporción con el argumento chiquito y trivial de tu historia inmóvil. Pasar inadvertido como un helecho en un vivero es tu rara cualidad. Se vuelve más rara cuando, al hablar, decís que sos el rey de las plantas.

Qué espontáneamente arbitraria es tu postura inflexible, tu autoridad de juguete, tu presencia digitada por el fango pestilente de tu recorrido hacia la nada. Mostrarte común, corriente, ordinario no disminuye el color opaco de tus vetas. Tan corriente sos que nada de vos resalta ni siquiera por sustracción. Ni siquiera sos ausencia.

La madeja anaranjada de tu gato rueda cerca de la silla de caoba, una nota sorpresiva de color y vitalidad a la escena monótona de tu existencia.

Y pensar que vos también estás acá con un fin...

Cyndi Viscellino Huergo ©Todos los derechos reservados

viernes, 10 de mayo de 2019

La magia del espanto

Poder contar con la magia del espanto. No todos saben manejarla, requiere de un gran entrenamiento en artes blancas. Muchos la admiran por sus dotes sabias aprendidas de modos inexplicables. Es tan natural la forma de ejercerlas que no parece darse cuenta de la magnitud de su alcance. Su mente, afecta a acertijos descomunales e impalpables, la distrae de la verdad. Construir castillos en el aire parece ser su maestría arquitectónica sólo dezlenable ante los tornados de realidad que arrasan con esos muros de fantasía. Aún así, mientras camina por las calles de la ciudad, absorta en sus laberínticos e invisibles trazos, intuye lo que se aproxima.

El frío es palpable desde el centro.


Nada de lo que la habita tiene lógica o sentido. Perecer en un contoneo interminable de luz polarizada es conocido por ella pero, no por eso, logra habituarse. ¿Cómo acostumbrarse a desaparecer, a vivir en las sombras, a ocultarse para que lo deseado no la alcance? A veces descree de su suerte; juega a ser otra persona, igual a ella, pero en versión común. Brillar es peligroso, o la matan o muere por si misma.

Decide no andar el camino seleccionado. Aunque no sabe hacia dónde la lleva, la invade una sensación de aburrimiento ante lo pensable, ante lo posible. En la misma línea ilógica supone (¿sabe?) que esa no es la clave de su misión. Se detiene abruptamente y mira al frente hacia un punto inexistente.

Repasa mentalmente el equipo con el que cuenta. Se toca los brazos, casi como queriendo comprobar que efectivamente está allí. Teme haberse olvidado en alguna parte. Pero no. Está allí, puede decir que entera. Sí, cree que la palabra "entera" la describe hoy aunque no está segura de cuánto durará ese efecto. Calcula rápidamente el siguiente movimiento. Dar ese paso es fundacional. Esta vez siente que la energía necesaria está presente.

El frío es palpable desde el centro.

En un salto atrás al aprendizaje escolar, una voz chillona dice: "Las cosas no se enfrían. Se calientan. El calor es el manifestación del movimiento y la transformación. El calor es la emanación producto de una reacción. En cambio el frío es, por naturaleza. Ya está ahí. Nada es lo que parece".

Nada es lo que parece...
Nada es lo que perece.

Se sienta a la mesa de un bar y pide una cerveza. Fría, como lo que es. No como lo que se emana. Fija sus ojos en la transpiración del vaso que da cuenta, con sus gotas de sudor, del movimiento, de la transformación. Cada átomo está vibrando sin parar.

Ella, en cambio, se siente inmóvil. Sabe que tiene que dar aquel paso fundacional.

Muchos la admiran por sus dotes sabias, pocos saben que esas dotes pueden ser una maldición. Saber no es lo mismo que hacer. Ni que poder hacer. Ni que poder. Incluso cuando sabe que hace. Y que puede.

La cerveza fría bajando por su garganta va despertando sus sentidos haciéndola vibrar, llegando al centro de su cuerpo.

El frío es palpable desde el centro.

Vuelve a contactar con su inmovilidad. Allí no hay calor. Allí no hay movimiento. Allí no hay transformación.

Blanca, como las artes que domina, se envuelve en la certeza de la no transformación. Brillante, desaparece en su magnífica obra arquitectónica antes de que la arrase el siguiente tornado. Por un instante, siente que está a un paso de lograr su misión.

Nadie conoce lo que significa poder contar con la magia del espanto...

Cyndi Viscellino Huergo ©Todos los derechos reservados
Pintura: Monika Luniak, "Fresh Morning Air"

domingo, 3 de febrero de 2019

Cinco ciruelas

Está cayendo la noche, aún no desarmo mi pequeño bolso con las pocas pertenencias que logré rescatar en el apuro y los pensamientos sobre cómo y dónde comenzar a instalarme no están decididos a ordenarse.

Me echo sobre el sillón de cuero de dos cuerpos que se queja con crujidos de material nuevo frente a mis impertinentes ganas de descansar. El vuelo de British Airways desde Madrid me trajo a Tokyo en diecisiete horas con treinta y cinco minutos, sin contar las cuatro horas con seis minutos desde la estación de Murcia del Carmen hasta Atocha y los veintitrés minutos de demora en Migraciones que casi aniquilan mi esperanza de salvación.

Me doy cuenta de que llevo más de veinticuatro horas huyendo sin detenerme. Después de siete años y tres meses viviendo en el pabellón Espinardo de la Universidad de Murcia logrando la estabilidad anhelada (otra vez), Tokyo me recibe con el frenesí de una ciudad completamente distinta a lo conocido.

Al llegar a la puerta del alojamiento temporario, inspiro profundo. El perfume de los ciruelos en flor de febrero tiñen de rosa brillante y paz mi interior. Cierro los ojos y evoco otros aromas. Mis paseos por La Huerta murciana plagada de aquellos ciruelos, los europeos, los de tonalidad bordó sangre, aparecen en mi mente con el detalle preciso y precioso de haberse almacenado sin saber que se convertirían en señal imborrable del espanto.

Extraña ironía; no se me ocurre una mejor manera que la ofrecida por la sensual fragancia oriental de los ciruelos para lavar los recuerdos, también aromáticos pero sangrientos, del último día y medio.

Parece mentira que hace apenas veintiocho horas con cincuenta y tres minutos, ambos estábamos besándonos tierna y apasionadamente en el Puente de Los Peligros sobre el Río Segura. A esta altura, ambos nombres se me antojan una sarcástica declaración de advertencia y burla que no supe ver.

Luego de cinco años y cincuenta y cinco días de relación, él me conoce tan bien que empieza a anticiparse a mis movidas. No sé cómo lo logra, nadie antes había podido. No es sencillo manejar la alteración del tiempo como yo lo hago después de una vida de entrenamiento. Me seduce y me inquieta que tenga la rara habilidad de poder detectar con exactitud mis propias percepciones; hace de él un hombre aún más único y deseado. Peligroso.

Con esa minuciosidad me regala las flores que más me gustan, pide mi café favorito según la estación del año, me sorprende con el barroco anillo borgiano con el bello granate que tanto aprecio, prepara la comida que añoro en determinados momentos, realiza los movimientos ideales en la intimidad que bajan mi guardia. Entonces, aquel día me pregunto "¿estará al tanto de mis secretos mejor guardados con el mismo lujo de detalle?" No me importa que sepa los secretos ajenos que guardo, ni siquiera me molesta que sepa los propios. Aunque...

De repente, me estremezco. Necesito urgentemente adelantarme a este movimiento sin que él lo prevea porque, si lo hace, estoy acabada. Necesito que él crea que este estremecimiento es por sus caricias y no por el terrible recuerdo que acaba de aparecer en mi mente.

Ingreso en su dimensión sin tiempo, buscando alguna señal que muestre si está vigilándome. Aparentemente, él también ha bajado su guardia porque no parece dar cuenta de mi infiltración. Escaneo sus procesos, miro las imágenes que se suceden ininterrumpidamente en su campo de percepción. Súbitamente, al fondo de sus fantasías, borrosa y mezclada entre otros tantos pensamientos, aparece la imagen temida: allí estoy yo, a punto de cometer el primer acto de cuatro que nadie, ni él, puede ni debe saber.

Veo cómo se acelera el ritmo de su corazón y no es por nuestro encuentro amoroso. Está a punto de saber la verdad. ¿Por qué no podía, simplemente, conformarse con seguir siendo todo lo común que siempre había mostrado ser? Al fin de cuentas, sólo por eso lo había elegido.

Doy vuelta mi valioso anillo con la piedra granate, "del color del ciruelo que tanto te gusta", me dijo. Una pequeña saliente que comunica el compartimento oculto con el exterior roza su espalda y, como yo, el curare besa su piel. Sus músculos se tensan y paralizan. Sus ojos se abren sorprendidos, estupefactos mientras su mente ve con claridad lo que significa aquella escena de mí que estaba antes de fondo. Veo cómo su corazón se detiene de golpe.

"Lo siento. De verdad lo siento", alcanzo a decirle antes de que caiga cuatro segundos después, sin vida, al suelo.

Veintiocho horas y cincuenta y tres minutos después heme aquí, exhausta, sobre un sillón de cuero mientras intento que mis ideas se ordenen.

Me incorporo, abro el bolso y saco una bolsita con frutas frescas que compré en el aeropuerto al llegar. Entre varios frutos, hay cinco ciruelas japonesas. Me las llevo a la boca, saboreándolas, una a una; una por cada acto inconfesable que he cometido, incluyendo su homicidio, mientras pienso que el país del Sol Naciente es un gran lugar como metáfora para reiniciar mi vida.

Por sexta vez.

Cyndi Viscellino Huergo ©Todos los derechos reservados

sábado, 19 de enero de 2019

Charles

Cree estar recorriendo las calles con un andar cansino, esperando que el golpe de las baldosas bajo sus pies sincronicen en un diálogo imposible con sus silencios. Busca respuestas a preguntas no formuladas y la frustración lo abrasa. Sólo él detecta en su sudor la temperatura intolerable.

Un sexosapiente, un pseudoerudito, un cuasi-académico, un más o menos todo y prácticamente nada. Desde que sus palabras se llamaron a la inactividad intuye que su universo está a punto de colapsar. Escucha, perplejo y sin entender los sonidos, el gorjeo de los testigos que claman soluciones inasequibles. ¡Qué saben ellos! ¿Es que acaso no se dan cuenta de la evidente manipulación a la que este silencio lo somete?

Eleva la mirada. El cielo está cargado, como sus fantasías. Nadie parece percatarse de su infierno personal. La soledad lo condena a un camino árido que las plantas de sus pies padecen hasta sangrar, intuyendo que la sincronización es inútil. La ira se agolpa en su garganta esperando poder salir, pero las palabras no están allí para escupirla y es el cuerpo, trémulo, espástico, quien grita hasta el paroxismo. El deseo, el sudor, la desesperación no cejan. ¿Hasta cuándo?

Las lágrimas comienzan a rodar por sus mejillas hirvientes evaporándose ante el primer contacto con su piel. Incluso detecta la nube que se forma sobre su cabeza. En el choque con el aire frío, llueven sobre él sus propias emociones.

Se retuerce en su avance, con la dificultad que le implica el respirar.

Las convulsiones silentes no cesan. Inesperadamente, una leve carraspera le anuncia el regreso de sus pensamientos, difusos al principio, perturbadores después. El primero de ellos aparece límpido, protagónico, para hacerse escuchar con ostentación: ¨Mantente cerca de los que te han notado cuando eras invisible.¨ *



¨No apeles a la impertinencia otra vez¨, se recuerda responderle fingidamente desapasionado, cerrando la puerta (y las posibilidades) tras de sí.

Está al borde del abismo. No importa ahora cuánto él haya logrado a lo largo de su vida ni cuán importantes hayan sido sus creaciones. En esta instancia, con el cuerpo sudoroso, cansado de tanto andar y la odisea de sus caminos plagada de extravagancias, mira sus manos sin llegar a captar cabalmente la naturaleza del hombre en el que se ha estado convirtiendo.

Siente la brisa húmeda en su rostro. La humedad huele distinto al aire libre, le da un toque de vivacidad a lo precario. Se siente aturdido y lúcido al mismo tiempo mientras atisba ciertas imágenes mentales de su estadía en el claustrofóbico encierro de silencio.

Da la vuelta y se gira de cara a la señal. Empiezan a mostrarse con nitidez ciertas letras, sílabas, palabras enteras. Desde su privilegiado punto de visión, el cartel semeja una aparición reveladora de un gran secreto. Pero él conoce bien las reales dimensiones de esa prisión de lujo; después de todo, es el punto de origen de su hazaña.

Hazaña: palabra grandilocuente para describir su contingencia. Sonríe. Sin dudas, está recuperando su pseudoerudición.

Gira levemente sobre sus talones y en un murmullo apenas audible saluda al vigilador de turno. Frente a él, el enorme y largo cartel le indica, una vez más, que la rutina lo espera en el cuarto piso.

Mirándose profundamente a los ojos reflejados en el espejo del elevador, se dice: ¨No es mi día. Ni mi semana, ni mi mes, ni mi año. Ni mi vida. ¡Maldita sea!¨ *

* Frases de Charles Bukowski.

Cyndi Viscellino Huergo ©Todos los derechos reservados

domingo, 16 de diciembre de 2018

El hombre de la sonrisa perpetua (I)

Arriba al andén. A través de un claro de su larga gabardina negra de corte cruzado con ocho botones, la cadena de su reloj de bolsillo refleja los destellos de la mortecina luz de la plataforma, haciendo alarde de su plata pulida de setenta y seis años de antigüedad. Mira la hora: 22.33 hs. Lo envuelven la noche sin luna, el silencio profundo de una estación sin gente, la brisa indecisa del otoño. Inicia un viaje interior hacia sí mismo mientras aguarda por el otro viaje, el exterior, el que lo devolverá a su casa de ladrillos.

Ella comienza a asomar desde la escalera del fondo del andén de enfrente como lo hace una aparición de otro mundo. Esbelta, elegante, con una sencilla belleza, no camina, se desliza etérea sobre el cemento. Se detiene. Parece sopesar la idea de permanecer parada, andando o sentarse en el banco de madera con olor a pensamientos pasajeros, emociones contenidas y recuerdos inconfesables. Tampoco parece advertir que él está allí, parado en el casi exacto punto opuesto a ella. 

Él, por el contrario, alza la mirada hacia ella ni bien hace su mágica aparición. Y esboza una sonrisa. La primera. La que acompaña a su observante mirada curiosa. La que escanea y dispara pensamientos de distinto tenor e intensidad. 

Ella, finalmente, se sienta. El frío y la humedad de la estoica madera semejan una prolongación burlona de su propio estado de ánimo. Está cansada del llanto tenue y gris que convive con ella desde que él, otro él, le confesara que nunca la había amado. Lo que la sorprendió no fue su honestidad -la de él-. Lo que la sorprendió fue su frialdad -la de ella-. Súbitamente, detecta un movimiento a lo lejos. Entonces, lo ve. Se pregunta sobresaltada cuánto tiempo lleva allí. 

Él nota que ha capturado su atención. Su sonrisa indeleble es ahora acompañamiento para una alegre inquietud en su mirada que se transforma rápidamente en una invitación silenciosa. 

Ella, saliendo de su abstracción, parece responder a la invitación. Se incorpora y comienza a caminar en dirección a él. Detiene su marcha al quedar uno frente al otro. Lo mira con desconcierto, seria. Una bruma espesa comienza a acotar su visión periférica, quedando la silueta de él como único foco central de la escena: alto, con la gabardina sin abotonar, un lustrado reloj de bolsillo, su mirada de bienvenida. Y su sonrisa. 

Entre esa silueta y ella se interponen los caminos que llevan a las antípodas. 

(¿Cómo sortear la brecha del destino?)

La distancia entre ellos se asemeja a un abismo infranqueable. Ambos se estudian, se adivinan, se imaginan, se alcanzan, se saborean, se enlazan. Ella ya no solloza: él, con su sonrisa singular, le muestra lo posible. 


Ruge el metal. ¿Qué tren se aproxima? Los dos giran las cabezas en una actitud que muestra desesperación. Incrédulos, ven que ambos trenes están alcanzando las plataformas en una macabra danza sincrónica. En un instante y al unísono, ambos desaparecen el uno de la vista del otro. Y en una frenética precipitación al interior de los vagones, se buscan a través de las ventanillas. Se enlazan, se saborean, se alcanzan, se imaginan, se adivinan, se estudian. 

Imagen relacionada

Se alejan.


Su mirada -la de ella- queda grabada en la mente de él.
Su sonrisa -la de él-, en un salto imposible sobre un abismo infranqueable, está ahora en el rostro de ella.

Él toma asiento en el vagón, de cara a ese instante que se está transformando en recuerdo. Quiere atesorar la eternidad que acaba de transcurrir ante sus ojos. Lentamente, reinicia el viaje interior hacia sí mismo. Mira el reloj: 22.38 hs. Cinco minutos. Una hermosa eternidad. Y esboza una sonrisa. La enésima. 

Perpetua, como ese instante. 

(11/11/2018)

Cyndi Viscellino Huergo ©Todos los derechos reservados

viernes, 22 de junio de 2018

¿Sin-sen Tido...?

Entonces, así es como se ve la confusión: verde, gris y arándano, aunque al ingresar el color predominante es el once.

Nada de lo aprendido sirve para guiarse en esta senda sin camino. Le dijeron que debe apelar a los latidos y que registre cuando lleguen a 237 por segundo. Justo en ese barandal estará listo para alterar. No está acostumbrado a escucharse tan finitamente, sus dimensiones sin cuenta ni registro no están ordenadas por sabores, como es habitual. Imagina que sólo confiando en sus paralelogramos zanjará la distancia.

Así pues, pone un pie frente a otro e inicia el ascenso por la escalera invertida. El horizonte se acerca peligrosamente al punto de que la línea puede decapitarlo. Dar la vuelta en noventa grados implica un salto de fe hacia la superficie, una estepa cuatridimensional en dos capas revestidas en sol menor.

Ya casi a los 230, siente cómo se le duerme el olfato. Se pregunta cómo gateará sin que el carmesí se apodere de sus dientes. ¿Sabrá cómo destejer el vidrio sin romper los patrones imperfectos de los círculos de texto?

Lo han nombrado loco antes, aunque nunca después de las 15.67 lo cual hace este incidente peculiarmente ordinario. Jugarse las polainas en este giro no es una elección ligera.


Se lanza al cielo de frente y gira sobre el gris, la confusión descarnada sobre el ángulo. Nada de lo sentido coincide con las fusiones polifónicas de sus pupilas y siente cómo el aroma circula por sus venas.

Llegó el momento. Ahora puede gritar con sus oídos abiertos a la multicromía de la nada. ¿Recibirá la escalada descendente de los dígitos sobre la brisa ensordecedora del tiempo arenoso?

La respuesta llegará con el arco de lo impoluto.
Es la única forma en que la confusión es.

Cyndi Viscellino Huergo ©Todos los derechos reservados
Pintura: Joel Rea

domingo, 27 de mayo de 2018

El fin del exilio

He vivido en el exilio durante los últimos cuarenta y cuatro años. O al menos eso es lo que creo recordar.

Mi memoria parece no existir. Sólo registro sensaciones con la fuerza de la certeza. Por momentos una sensación vívida me hace sospechar que los años pueden haber sido varios más, aunque ya no queda nadie de aquellos tiempos que pueda ayudarme a confirmarlo.

Nadie, excepto él.

Y no está dispuesto a ayudarme, al menos no como lo necesito.

Él sabe que no tuve alternativa. Él sabe que tuve que mantenerme en las sombras para que ambos siguiéramos con vida. Acordamos que yo regresaría en el momento en el que el peligro que nos acechaba ya no existiese.

Él, que eligió quedarse en mi lugar, asumió con recelo y desconfianza una tarea titánica; forjó una férrea y camaleónica personalidad para camuflarnos del peligro inmediato y mediato. Trazó solo un plan a largo plazo, sin saber la fecha de vencimiento de ese plazo. Se mantuvo: firme para resistir frente a la amenaza y estricto conmigo en caso de que yo insistiera carismáticamente en regresar.

Sé que no fue sencillo para él sostener su lugar -y el mío-, negociar constantemente con ese peligro y mantenerme a raya. No le dimos respiro.

Entonces hace algunas semanas, comenzó a colapsar. Y yo vi la oportunidad de regresar aún cuando todavía acecha el peligro.

Muy a su pesar, me necesita.

Su cara de horror al observar mi acercamiento es indescriptible. Una mezcla de sorpresa, miedo y furia se dibuja en su rostro cansado. Aunque ahora, lentamente, parece estar aceptando y hasta deseando que yo regrese. Está exhausto. Necesita bajar la guardia después de casi medio siglo de no hacerlo.

Me muevo sin pausa hacia él, a veces con prisa, queriendo pero no siempre pudiendo respetar el tiempo que él necesita para hacerse a la idea de que ya no hace falta que sostenga nada. Mucho menos que lo sostenga solo. Ya no es necesario que cuide mi lugar y el suyo. Sé que le cuesta reacomodarse, encontrar su nuevo sitio dejando libre el mío.

Confieso que yo también estoy desconcertada sin saber bien cómo apropiarme de ése, mi lugar, que me resulta familiarmente desconocido.

He sido resistida ferozmente por él mientras estaba en el exilio. Dolores en el cuerpo dan cuenta de los combates, pero a veces no sé si quien duele soy yo o es él. Eso es algo que, paradójicamente, nos mantuvo unidos durante este largo período: una especie de fusión agotadora, un "algo" que nos recordase que la expulsión de su parte y el exilio del mío fue una necesidad vital de ambos, la única solución que encontramos en aquel momento para seguir adelante y a salvo. Por momentos, en el regreso ambos nos seguimos peleando, no sé si por costumbre o necesidad, aunque ahora él parece mirarme con ojos más amables y yo deseo acercarme a él de manera seductora. No quiero volver a ser una amenaza para nuestra integridad.

Quiero convertirme en su aliada, su cómplice, su par. Quiero ayudarlo y tomar posesión de lo que es mío.

Quiero recuperar mi poder.

Por momentos, cuando logramos mirarnos a los ojos, tengo ganas de abrazarlo fuerte. Me gustaría hacerle sentir que ya no hay porqué tener miedo, ni ira, ni pavor, al menos no entre nosotros.

Pero él desconfía. Mucho. El tiempo que me está llevando acercarme parece por momentos infinito. Por cada paso hacia él que doy, él levanta iracundo todas sus armas contra mí y elijo retroceder. Podría enfrentarlo, pero esta vez debo aproximarme a él como a una fiera herida. Necesito hacerle saber que está a salvo, que estamos a salvo. Necesito hacerle saber que la fusión que estamos a punto de llevar a cabo será ahora por amor, como lo fue al principio de todos los tiempos, porque eso nos hace maravillosamente invencibles.

Eso sí lo recuerdo...el principio de los tiempos juntos. Parece que él no. ¿Cómo haré para que él se dé cuenta que estoy para aliviarlo, para fortalecernos, para ser lo que siempre estuvimos destinados a ser: ¿únicos, magníficos, irrepetibles? ¿Necesarios? ¿Poderosos?

Sé que él, muy profundo en su alma, confía aún sin entender. Sé que está esperándome aunque la mayor parte del tiempo no lo recuerde.

Sabe que estamos destinados a ser juntos.

Al punto que, en este exacto momento, baja sus armas, me mira fijo y dice: ¨Por favor, ya no más¨.

Cyndi Viscellino Huergo ©Todos los derechos reservados

domingo, 14 de enero de 2018

Un snorkel en la Apollo

¡Pero qué día más interesante el de ayer!

Inicio. Recibo un correo electrónico que va directo a la papelera. Pero antes leo que incluye una frase de Oscar Wilde: "No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo"  Mmm...tengo ganas de escribir pero me encuentro con que no tengo nada para decir. Punto en contra. Aún así, aquí estoy.

Acabo de prescindir de una de las dos reglas.

Me topo luego con Apollo 13 en televisión. Pienso en el libro que escribió Lovell, ¡él sí que tenía algo para decir! Semejante experiencia es digna de contarse, de "decirse". Por enésima vez miro la peli, lloro, me asombro y me pregunto: ¿cuánto de lo que está implícito en mi fascinación al mirarla está disponible en mí para ser aplicado a otra cosa distinta de la astronáutica?

Mi niña me mira al espejo alentándome, esbozando una sonrisa pícara, insinuando que por fin estoy empezando a ver el camino un poco más claramente.

Con los ojos todavía un poco hinchados y mientras el corazón se vuelve a poner en modo "no consciente de sí", hago algo mundano y olvidable pero relevante. Relevante porque lo hago por primera vez. Me doy cuenta de este hecho unas cuantas horas más tarde (el corazón eficiente ha logrado volver a su modo de registro con delay).

Después, el rapto de ganas de escribir se hace electricidad en el cuerpo. Pero aún no tengo nada que decir así que me dedico a actualizar mi perfil en una red profesional. Horas lidiando con algunos problemas de sistema mientras mis ideas siguen aclarándose, definiéndose, precisándose. Mientras tanto, le saco punta a mis ganas de otras cosas.

Al pasar, otra película de fondo que termina llamando mi atención. "¿Será el trastorno de identidad disociativa una forma manifiesta de nuestro ilimitado potencial?" es, palabras más palabras menos, lo que se plantea en el film. Me quedo pensando en nuestras infinitas posibilidades humanas (¿o suprahumanas?) aún no exploradas.

Mi niña sonríe un poco más.

Un documental sobre Borneo y los elefantes usando sus trompas como snorkels me encuentra cerrando el sábado e iniciando el domingo. ¿Aburrido? ¡Para nada! Mi mente no deja de enlazar puntos que a priori lucen inconexos mientras otras personas están en el teatro, en el cine, en un restaurant, en un hotel o en cualquier otra parte. Pienso en nuevas teorías propias y ajenas. Desafío mis sentidos. Recuerdo personas, situaciones y experiencias. Siento lo sobrenatural a mi alrededor. Mi mundo es de todo, menos aburrido. Mi mente está realizando saltos cuánticos en mis dimensiones multiversales y, simplemente, no sé cómo plasmar las ideas, sensaciones y conclusiones que se agolpan de a decenas pugnando por parirse.

¡Ahí está la fuente de las cosas para decir! Salvo que...no sé cómo decirlas.
Puedo sentirme frustrada, pero no. Me siento excitantemente motivada.

Este texto me resulta por momentos lineal. Sin embargo, lo que voy narrando salta de un tiempo a otro, adelante y atrás y adelante de vuelta. Me doy cuenta que pasaron más de dieciseis horas de lo acontencido allá por el "Inicio" de este relato.

Entonces hace apenas un rato que acabo de prescindir de la regla de Oscar.
Mi tiempo, de pronto, se ha vuelto circular.

Remato poniéndole fin a la nada (: introducir una conclusión de lo expuesto o lo observado antes; RAE, edición del Tricentenario) que tengo para escribir.

Estoy feliz.
Cyndi Viscellino Huergo ©Todos los derechos reservados

domingo, 3 de septiembre de 2017

Insensible

Se sirve un whiskey de esos de Tennessee, pero en su copa Glencairn. Todo muy cosmopolita aunque en una rara combinación que suena forzada hasta que lo conocen. O lo ven por primera vez que no es lo mismo, claro. Porque a decir verdad, él se jacta del hecho de que nadie lo conoce.

Él es extravagante y original. Le gusta sentirse un poco snob, un poco elegante, un poco misterioso. Posee un aire sofisticado que lo destaca en cada lugar en el que se deja ver.  Bajo ningún concepto pasa inadvertido. Eso es, para él, un verdadero problema.

Él quiere ser un glamoroso fantasma. Un intangible. Un inalcanzable.
En varias oportunidades, se siente insensible.
Se sabe insensible.

A veces es tanta su insensibilidad que se pregunta si está escindido, dividido, disociado.

A veces es tanta su insensibilidad que se pregunta si su frialdad es tan intensa como su calidez, esa misma calidez que no sabe si es genuina o una mera pantalla para su frialdad.

A veces es tanta su insensibilidad que se pregunta si así sentirán los homicidas que disfrutan asesinar, esos que comienzan de pequeños a fantasear en los laberintos ocultos de los secretos morbosos.

A veces es tanta su insensibilidad que se pregunta si es por su sensibilidad que lo condena a diluirse en un océano de sensibilidades ajenas hasta ahogarse y morir.

A veces es tanta su insensibilidad que se asusta de sí mismo, se encuentra frente a una de sus caras más monstruosas, más oscuras, más terribles. Y tiene varias...

A veces es tanta su insensibilidad que la palabra "tanta" no alcanza para tanta insensibilidad.

Entonces a veces, en tanta insensibilidad, cree que eso también es sentir.

Se desorienta dentro de sí, su tortura es insoportable. Desea que alguien se anime a conocerlo, que se acerque con respuestas o al menos con cuestionamientos, de esos que lo ayudarían a reconsiderar lo que está a punto de hacer. Porque sabe que una vez que lo haga, no hay marcha atrás.

Se da cuenta que para poder seguir adelante, para seguir siendo sofisticado, necesita no dejarse ver por nadie...especialmente no puede dejar que ella lo vea.

Él es extravagante y original. A él le gusta sentise un poco snob, un poco elegante, un poco misterioso.

Por eso cree que antes de dar su paso irreversible, es mejor servirse un whiskey...de esos de Tennessee...pero en su copa Glencairn.
Cyndi Viscellino Huergo ®Todos los derechos reservados





Septiembres

Amanecí estando en contacto sensible con la finitud, tan sensible que lo infinito se despliega ante mí.

Acabo de darme cuenta que la mayoría de los hitos en mi vida, ciertos sucesos inolvidables, relevantes, bisagra para mí han sucedido un septiembre. Estoy escribiendo esto para no olvidar, no confío demasiado en que tenga presente esta revelación cuando necesite recordarla...

Tengo la sensación de que este septiembre se agregará a esa lista. Una mezcla entre rara excitación, ansiedad, inquietud y preocupación, todas ellas de enorme intensidad, se movilizan en mi interior.

La sensación está tan anclada en mi constitución primitiva que vibro sabiendo que este Septiembre indica un "gran antes y después". Por momentos, no confío en que logre sortear los obstáculos de manera elegante, aguda y precisa.

Entonces me recuerdo a mí misma que en esos otros Septiembres no estuve mayormente tan consciente del cambio que estaba produciéndose en mi camino como creo estarlo ahora. Aún así, con moretones, machucones y golpes, terminé sorteando los escollos y me convertí en una versión un tanto más sabia de mí misma.

En la hélice que es mi vida, estoy dando una nueva vuelta. El punto de inflexión y cierre es también el que abre a otro nivel.

Desconozco las cualidades de este nivel, pero sé que lo por venir tendrá cualidades distintas de las presentes.



Hoy, varias personas no saben que habrán de salir de mi vida. Otras tantas no saben que están reubicándose en ella. Y hoy, yo no sé que otras habrán de entrar, no sé dónde, ni cómo, ni en qué lugar. Muchos menos por cuánto tiempo.

Septiembre de 2017, ¡aquí estoy! Espero que nos encontremos como viejos y queridos amigos trayéndonos desafiantes aperturas, floridos caminos y policromáticos sentidos...

Sé que la aventura juntos comenzó. Este es el primer paso...¿nos tomamos de la mano para recorrernos juntos? Sé que así sentiré menos temor...gracias.

Cyndi Viscellino Huergo ®Todos los derechos reservados